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Podríamos empezar con mi nombre, no tiene relevancia. Aunque sería una carga más que definiría el color de mi sombra. Este relato es una desintegración, por eso me presento como Índigo. Así la sombra permanece bellamente vaga. Soy el segundo de cuatro hermanos y para ellos escribo estas líneas. Para ellos y para nadie, porque ya no están conmigo. Sabrá el tiempo si las emociones trasciendan la materia.
Los cuatro éramos muy diferentes, el orgullo de las familias disfuncionales. Y yo siempre fui el comodín. Era el pegamento de los cuatro y aquel en quien cada uno de ellos encontraba la otra carta que formaba el par. Era la responsabilidad con la que yo cargaba. Debía conducir a mi familia entre las trincheras del conflicto, aunque en realidad no tuviera ni idea de lo que estaba haciendo, ni por qué. E incluso, a veces, era todo lo contrario. Algunos días con N. (el cuarto) y Papa Roach destrozando las bocinas de la sala, cantando a gritos degenerados Broken Home. Otras veces con A. (el tercero) y sus cigarros, el ron y Joaquín Sabina. La destrucción callada que deja la melancolía en noches de trova. Y qué decir de lo días de largas pláticas con V. (la primera) acerca de las más intricadas filosofías, de sus grandes ideas y sueños, que jamás cumplía, pero que hacían brillar sus ojos. Arreglábamos el mundo y destrozábamos nuestra casa.
Siempre tuve espíritu aventurero, por eso yo era el guía cuando visitábamos el campo en el rancho que teníamos en Michoacán. Así aparecía yo entre mis hermanos, siempre cambiando, sintiendo que les ayudaba al darles cuerda. Nos sentíamos justificados para incendiar el mundo.
Siempre tuve espíritu aventurero, por eso yo era el guía cuando visitábamos el campo en el rancho que teníamos en Michoacán. Así aparecía yo entre mis hermanos, siempre cambiando, sintiendo que les ayudaba al darles cuerda. Nos sentíamos justificados para incendiar el mundo.
Yo era la definición exacta de promedio, en todos los sentidos. No era alto ni chaparro, ni era guapo pero tampoco feo. Era medio bueno para todo y medio malo para lo que me gustaba. Era un actor por ellos, con una misión que no sé en que momento me eligió... y con otra aún mayor que la continuaba. Pero eso era algo que apenas descubriría.
Mi padre desapareció cuando éramos pequeños. Nos abandonó sin rastro visible y sin decir adiós. Mi madre se volvió como un zombie bipolar y yo notaba el trabajo que le costaba levantarse cada día a una vida que jamás hubiera elegido. Se volvió viejita muy temprano y se le terminaron las aspiraciones. Rara vez salía de su cuarto al llegar de trabajar y nosotros nos hacíamos cargo de las cosas a nuestra muy mediocre manera. Sin embargo, nunca nos faltó nada. Nos sobraba el odio que crecía en nuestros pequeños corazones cuando la escuchábamos quejarse e imaginábamos qué tan diferentes hubieran sido las cosas si aquel desgraciado se hubiera hecho responsable. Si no hubiera corrido. Eso era algo de lo que mis hermanos nunca quisieron hablar. Sólo tocaban el tema por encimita, cuando hacían sarcásticos comentarios a los que les escurría malicia.
Y como cualquier cosa a la que le llega el tiempo, un día buscando alguna trivialidad en mi casa me encontré con una bolsa negra de plástico llena de telas de yute. Siguiendo un instinto metí la mano, y entre todas esas telas descansaba una caja. La saqué, estaba adornada al estilo celta. Sabía perfectamente que la intención de quien la había escondido era totalmente contraria a que mis curiosas manos estuvieran sobre ella, pero me llamaba tanto que no me resistí y con el corazón agitadísimo la abrí despacio, casi al borde del desmayo. No podía explicar mi nerviosismo, iba más allá de violar la privacidad de alguna persona. Adentro había un collar de cuero con un dije de plata de un triskel en una cruz anudada. Había también una llave y unas fotos de algún lugar boscoso. Pero más que eso, había una gran revelación que marcaría para mí el parteaguas. ¡Mi padre nos escribía cartas que nunca nos llegaron! Mi madre las había ocultado.
Leí como si no hubiera un mañana, papel tras papel, con la preocupación de que alguien me sorprendiera. Descubrí que él no era el grandísimo cabrón que mi madre nos había vendido. Esta era la otra parte de la historia. Me encontré con un hombre en agonía pero en extraña calma, arrastrado del sentido de su vida y el centro de su amor, que éramos nosotros. Alguien que no podía dar explicaciones sobre su misteriosa partida, jusftificándose con que eso era lo mejor y lo único. De cierta manera sentí mucha empatía. Me di cuenta de que nunca nos faltó el dinero porque él siempre se hizo cargo y en ese momento fue evidente que ella, vendiendo tiempos compartidos, nunca hubiera podido pagar todas las cuentas. Nos había hecho creer que a mi padre lo teníamos perdido para siempre, pero yo lo estaba encontrando en cada palabra.
Muchas cosas empezaron a tener sentido. Su calladísima presencia en los libros que recibíamos en navidad y en los cumpleaños, las películas, las cuentas en el banco. Me tardé bastante en leer y digerir toda la tinta. Estaba inmerso y decidí llevarme el tesoro. En mi cuarto leí la última carta, la cual estaba fechada hacía dos años. Aunque faltaban muchas piezas, supe que ahí nos dejaba pistas para resolver el misterio de su partida, pero algo mucho más grande. Algo que me reclamaba como propio y que encerraba muchos misterios. La Orden de la Luna Oscura.
Leí como si no hubiera un mañana, papel tras papel, con la preocupación de que alguien me sorprendiera. Descubrí que él no era el grandísimo cabrón que mi madre nos había vendido. Esta era la otra parte de la historia. Me encontré con un hombre en agonía pero en extraña calma, arrastrado del sentido de su vida y el centro de su amor, que éramos nosotros. Alguien que no podía dar explicaciones sobre su misteriosa partida, jusftificándose con que eso era lo mejor y lo único. De cierta manera sentí mucha empatía. Me di cuenta de que nunca nos faltó el dinero porque él siempre se hizo cargo y en ese momento fue evidente que ella, vendiendo tiempos compartidos, nunca hubiera podido pagar todas las cuentas. Nos había hecho creer que a mi padre lo teníamos perdido para siempre, pero yo lo estaba encontrando en cada palabra.
Muchas cosas empezaron a tener sentido. Su calladísima presencia en los libros que recibíamos en navidad y en los cumpleaños, las películas, las cuentas en el banco. Me tardé bastante en leer y digerir toda la tinta. Estaba inmerso y decidí llevarme el tesoro. En mi cuarto leí la última carta, la cual estaba fechada hacía dos años. Aunque faltaban muchas piezas, supe que ahí nos dejaba pistas para resolver el misterio de su partida, pero algo mucho más grande. Algo que me reclamaba como propio y que encerraba muchos misterios. La Orden de la Luna Oscura.
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