Ahí en la cárcel el tiempo golpeó su caparazón vez tras vez, rutina tras rutina. Hasta que no quedó nada más que el núcleo desnudo de su ser. Se dio cuenta de su verdadero valor: el cero absoluto. La etiqueta de una noción velada se tatuó en su vigilia, en un axioma demoledor: "No somos nada".
Se dedicó a fortalecer su físico; dudaba si el espíritu lo acompañaba. Se preguntaba si la voluntad era arco o flecha. Aprendía todas las mañas. Y un día se despertó en su celda siendo un hombre libre. Había salido de su verdadera cárcel y era el día más triste, porque ya no tenía un tirano que le dictara todas las estupideces que debía hacer. Y era el día más feliz, porque no podían contenerlo unos barrotes. Ahí quedó la sombra de lo que un día fue una persona y ahora, un hombre sin forma.
El espíritu había descendido. Sus ojos atestiguaron el infinito del que nunca escaparía. Se dio cuenta de que estaba, como todos los fantasmas, en el todo de la nada.
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